lunes, febrero 21, 2005

XIII. Droguerto B. Good

XIII. Droguerto B. Good

Conocí a Lucía un día gris que no quisiera recordar nunca más.
Iba buscando un lugar donde hospedarme. En su casa me ofrecieron un cuarto y a la noche siguiente ya estaba cenando con ellos. Era una familia en verdad agradable, simple y de buenas maneras. Nada fuera de lo normal. Lucía, en un principio, no me llamó la atención en lo absoluto. Yo estaba harto de la Universidad, y cada vez que iba era pura mierda. Finalmente, cuando mis viejos se largaron a vivir a Santiago de Chile, una ola de adrenalina surcó mi cerebro un instante. Iba a ser la oportunidad que yo buscaba hacía años. Mi vocación por la música había desaparecido considerablemente. Por otro lado, era el año 1998 y había leído un par de libros como el de Ray Lóriga y “Cien años de soledad”, y todo ese rollo. Pero nunca me interesó la literatura hasta después de conocer a Lucía.
Había llegado a su casa en Los Álamos con un par de maletas pequeñas. Era la primera mudanza que hacía en mi vida y era la primera vez que iba a estar tan solo en el mundo. Finalmente los papás de Lucía me dieron a cambio de cien dólares mensuales comida, techo y abrigo.
Lo que no sabían era que yo era un hijo de puta, y que en unos meses de encerrarme en mi habitación (nadie me tocaba la puerta a molestar, nadie excepto Lucía se dio cuenta que yo fumaba marihuana casi a diario) yo hacía lo que me daba la gana. Escuchaba mucha música, bebía, me masturbaba con la luz y la ventana abierta. Tristemente un día ella me habló.
- Oye tú.
- Me hablas a mí.
- Sí, ven.
Era extraño, Lucía estaba en pijama desparramada en el sillón de su sala viendo televisión. Era un martes por la mañana, creo, y supuestamente yo debería estar en la Universidad. No había nadie en casa.
- ¿Te gustan los Tiny Toons?
Miré a la pantalla con desgano. Últimamente me bañaba seguido pero ese día, precisamente ese día, no me había bañado ni echado desodorante ni nada. Había desayunado con cautela una manzana, un poco de yogurt, y había fumado un wiro enorme en mi habitación.
De repente me entró pánico.
- Me parecen bien.
Lucía me miró atenta. Se veía preciosa con su pijama celeste y su media cola en el pelo. Su sonrisa era un poco idiota pero eso no la desmerecía en lo absoluto. De repente me enamoré de ella, y me puse nervioso.
Lucía cogió el control remoto y lo agitó en frente mío.
- Yuju, Roberto...
- ¿Qué pasa?
- Te pregunté si querías cambiar de canal -modificó el tono de su voz, era una pregunta retórica.
- Los Tiny Toons me van muy bien, en serio.
La verdad me parecían dibujitos antipáticos y poco inteligentes. Era un programa muy aburrido y a Lucía parecía gustarle de sobremanera.
Entonces me pregunté cuántos años tendría Lucía, y cuánto tiempo había perdido escondiéndome de su mirada en la mesa. Escondiéndome de su habitación y de su vida. Si de todas maneras yo vivía con ella, tenía que llevármela a la cama, tenía...
- Roberto, ¿me dejas hacerte una pregunta?
- Ya lo estás haciendo.
Lucía terció una mueca y sonrió.
- Dale.
- ¿Por qué siempre te vistes todo de negro?
Miré mi ropa asustado. En qué momento Lucía se había fijado en mi ropa. En qué momento.
- No lo sé, Lucía. Nunca me lo habían preguntado.
Ella sonrió mirando la pantalla y mordiendo el control remoto con las dos manos.
- Me han dicho que el color de la ropa dice mucho de las personas.
La bulla de la televisión hacía la escena algo extraña. Lucía me empezó a incomodar.
- ¿Y qué más has escuchado?
Por lo pronto, sabía que Lucía cursaba uno de sus últimos años de secundaria. Ya no era una niña.
- Que los chicos que se visten de negro son cortantes...
Aguardé un segundo y manipulé el término cortante.
- Creo que tienen razón.
Lucía estornudó.
- Salud...
- Gracias -y en seguida- ese olor a marihuana en tu cuarto, sabes, me produce mucha alergia.
En seguida Lucía sonrió.
El programa de los Tiny Toons acabó. Lucía apagó el televisor y caminó hasta la cocina.
- ¿Qué? Te pusiste pálido.
Fui tras ella y me puse en guardia.

Un tragaluz en la casa de la familia de Lucía, hacía del ambiente de la cocina un lugar agradable. Caía todo el sol primaveral encima nuestro. Podía ver las ramas de algunos árboles que crecían hasta por encima del techo. Los Álamos es un lugar un tanto apartado.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Con qué?
- Con eso de la alergia.
Lucía sonrió. Sin duda alguna me dio la espalda y dejó que la mirara un poco mientras hacía cosas y no decía ni una sola palabra. No había ningún tipo de comunicación entre nosotros dos. El short azul que traía puesto le sentaba muy bien.
- Oye, ¿crees que no sé diferenciar ese olorcito?
Lucía levantó la mayonesa y untó con un cuchillo su sándwich de jamón y queso.
- Claro.
Y en seguida lanzó una carcajada.
- Oye, ¿quieres probar un poco de esto? -ofreciéndome su sándwich, después de un rato.
- No. Gracias.
Y en seguida.
- Vamos, Roberto, no voy a decirle nada a nadie. Pierde cuidado.
Movilicé mi indignada presencia fuera de su alcance visual.
- ¿Seguro que no se te antoja nada de comer?

Una tarde lluviosa de 1999, se fue la luz en gran parte de la ciudad. No había nadie en casa y recuerdo que cuando llegaron ellos yo saqué a pasear el perro. La primera vez que me ofrecí a hacerlo, a la mamá de Lucía se le iluminaron los ojos. Lucía, en cambio, me miró con cierto aire delator, como si le diera lo mismo o no, o algo por el estilo.
Por lo pronto, yo era un buen tipo que cambiaba una buena película del mismo corte de Día de la independencia con tal de escuchar un par de casetes clásicos de Leuzemia. Afuera, en la calle, todo estaba a oscuras, y en mi cabeza pulularon ideas como ¿qué clase de rico será? o ¿qué pasará de aquí al verano? o ¿cómo haré para lidiar con mi propia soledad?. Una fuerte brisa invernal recorrió Los Álamos de aquí a la luna. Opté por el camino más fácil y dejé que el perro corriera libre por ahí. Prendí un canuto. Decidí no volver a estudiar nunca más, y el ciclo que cursaba colgó por primera vez de un delgado hilo. Me senté en una banca y me dispuse a esperar. El pequeño perro de la familia de Lucía era una cosita blanca y pardusca. Corría por todos lados como un loco. Todo estaba a oscuras y había cierta inestabilidad en el ambiente.
Cuando volví a casa las cosas seguían igual. Dejé que el perro se metiera en mi cuarto. Como era viernes por la noche y no había luz, los papás de Lucía estaban en la sala escuchando un pequeño radio a pilas y vaciando el hielo de la refrigeradora. La señora me habló de un problema técnico en el sur de la ciudad, en una central o algo por el estilo. Surco, San Isidro, la Molina, Magdalena, Jesús María, el Cercado de Lima, Lince, Barranco y gran parte de Chorrillos estaban a oscuras.
Me topé con Lucía en la cocina.
- ¿Cómo te va?
- Bien.
Silencio.
- Rebusqué en tu habitación.
- ¿Por qué hiciste eso?
- No sé, estaba aburrida. ¿Ya leíste El guardián entre el centeno?
- ¿Me vas a dejar pasar?
Lucía se interpuso en mi camino.
- No.